Narrador de encíclicas para genios
(La del Inge, su YO y su OTRO YO más.)
Tal vez debería empezar como se supone, nació, creció y todas esas minucias que poseen atractivo pero a veces carecen de importancia y a veces no. Así que basándome en las palabras que él mismo dijo algún un día «todo hombre tiene dos nacimientos, el primero biológico y el segundo, conciencial», asumo que también tiene dos concepciones y dos muertes y tal vez otras situaciones de a dos. El Inge, se concibió a sí mismo por segunda vez, sólo sobre su propia cama, mientras padecía la convalecencia de una apendicitis itinerante que le permitía dormir de día y leer de noche. Fue cuando se hizo hijo de Gabo, mientras “Cien años de soledad” inundaba su hipotálamo de quinceañero durante cuarenta y ocho horas de lectura interrumpida que terminaron por acomodar el saco gestacional.
(La del Inge, su YO y su OTRO YO más.)
Tal vez debería empezar como se supone, nació, creció y todas esas minucias que poseen atractivo pero a veces carecen de importancia y a veces no. Así que basándome en las palabras que él mismo dijo algún un día «todo hombre tiene dos nacimientos, el primero biológico y el segundo, conciencial», asumo que también tiene dos concepciones y dos muertes y tal vez otras situaciones de a dos. El Inge, se concibió a sí mismo por segunda vez, sólo sobre su propia cama, mientras padecía la convalecencia de una apendicitis itinerante que le permitía dormir de día y leer de noche. Fue cuando se hizo hijo de Gabo, mientras “Cien años de soledad” inundaba su hipotálamo de quinceañero durante cuarenta y ocho horas de lectura interrumpida que terminaron por acomodar el saco gestacional.
Nació dos años después, en el seno de una biblioteca esmirriada de libros heredados y redescubiertos y de otros a los que la red mundial comenzaba a dar paso en formato PDF, paliativo de alguien que prefería invertir su mesada sabiamente en labrarse una decente muerte en medio del humo del cigarrillo que en comprar libros físicos. Los electrónicos piratas pronto llenaron cientos de estantes en doscientos megabytes de su disco duro y se sorprendió el día en que tenía más libros digitales que los que habría leído todo su árbol genealógico y se propuso leerlos todos. Desde luego primero leyó todos los libros de Gabo y después fue por orden alfabético, hasta que tropezó con los clasificados bajo Autor Anónimo y ahí se quedó el día que decidió nacer. Los libros de autor anónimo eran muchísimos y el monitor le cansaba la vista. Extrañaba el papel, pero el viejo, el humilde el que tenían las páginas de “El Velero de Cristal”, las páginas de papel sabana de segunda, ligeramente ásperas y olorosas, las páginas de “El Hombre que calculaba”, estiró la mano hasta su estante físico y ahí estaba. Lo leyó nuevamente, raudo, extasiado, casi concupiscente hasta que se paró en seco. «Me cago». Supongo que dijo eso. Descubrió que si la penúltima esclava idéntica de la última prueba en el libro respondía “Si”, todo se iba por el caño. Lo cerró y se sintió triste. La tristeza lo acompañó hasta la hora de la cena, cuando su padre le preguntó que iría a estudiar en la universidad, «Historia del Arte, en La Paz» fue su elección. «Lo siento, no tenemos dinero para enviarte a La Paz, mejor estudia algo aquí que te pueda dar dinero en el futuro y no una carrera de jailon», fue la respuesta del Padre. Esa noche fue el doloroso parto de su segundo nacimiento, tras veinticuatro meses de gestación, decidió recibirse a sí mismo en este mundo con una misiva tanto purgatoria como balsámica. Ese fue su primer escrito, «La carta de autodiagnóstico y auto sicoanálisis más acertada de la humanidad, pero también, la peor escrita», me dijo alguna vez.
Durante sus años de estudiante en la Carrera de Ingeniería Industrial en la Universidad, se Extravió.
Durante los años vividos en la Carrera de Ingeniería Industrial en la Universidad, descubrió muchas situaciones heréticas, sobre la vida, las amistades, el sexo y la política, pero «Gracias al Tata y al Tío», como alguna vez decía, también conoció el amor sin herejía de ninguna clase.
Una tarde de enero, siete años después de su nacimiento, concluyó sin cabida para eufemismo alguno, que su vida estaba estancada, agarró su computadora, el microondas de su madre, sus botas texanas, sus gafas Ray Ban, algo de ropa y su ejemplar físico de “Cien años de soledad” y partió rumbo a La Paz para reencontrar a la mujer que amaba y abrazar la cotidiana certidumbre de la sinceridad detrás de un escritorio, no sin antes resolver con pirotecnia de cocina, las doscientos veintidós hojas de «Mierda impresa» que había acumulado entre sueños, deseos y experiencias.
La benévola La Paz le acogió con las puertas cerradas. El Inge terminó cargando maletas de gringos en un hotel cinco estrellas gracias a haber dedicado sendas horas al aprendizaje del inglés para leer una vieja copia de “The King’s Lear” que una vez terminada le habría valido lo mismo no saber inglés para leerla pues las expresiones le eran incomprensibles.
Fue en ese entonces, cuando su adolescencia de natos-posteriori empezó a dejar en libertad a sus seres elementales y terminó por sucumbir al aire, a su otro YO. Escribió cuentos, novelas y tuvo la primera aproximación a su primera muerte. Escribió un guion de cortometraje.
Luicciato, un hombre que no tiene la menor idea de la aplicación de la aritmética elemental, le acompañó desde la primera vez. Sobrio, serio y entusiasta, aunque de poca resistencia física, de apariencia de mendigo intermitente, no por falta de dinero o por aire de poeta audiovisual, sino simplemente por la vocación de rendirse, de ceder ante la entropía de armario; firme creyente y practicante de la “Ley de Murphy”, amante del futbol. También de salud endeble, aunque es menester decir que probablemente sus problemas de salud son de origen fisiológico y no mental como los del Inge. Pero eso sí, en rodaje, es otro.
Acerokitty. Otro de los fundadores, poseedor de un ojo certero, aunque jamás educado, para la fotografía cinematográfica (asegura lo contrario), dueño de varias personalidades, cuando menos tres, todas introvertidas, suele recurrir a sus múltiples pre infartos imaginarios cuando está acorralado por la vida, los que milagrosamente desaparecen cuando está en rodaje y su fortaleza es de las más levadas.
El Zar. Fuerte, ineludible, culto, silencioso y misógino, primer convocado. Eso es todo. Es actor, a propósito. Gozó de la secreta fama de “gay macho” por un corto tiempo hasta que el veredicto volvió irrefutable a la primera concepción: inextinguible e irreconciliable misoginia. Es un hombre de Ley. Lo da todo de acuerdo a la proporción que le dicten sus multiples reglas (aunque puede ser sólo una) que sigue con inquebrantable firmeza. Tiene clara su fe y su credo (el único).
Huggy (jagui). Es un contraste permanente, pero él es permanente. Ha buscado y probablemente continúe buscando un bastión moral y religioso que le ayude a comprender el mundo, lo que va a resultar difícil pues es como tratar de llenar un vaso que ya está lleno. Desde la mitología nórdica y los Vedas, pasando por la Gnosis, el Teo Sofismo y todas las religiones mayores de nuestros días y terminando en la esperanza de ser abducido junto a sus seres queridos por su nave nodriza o que el mundo se vaya de plano de una vez a la mierda, lo que no le impide seguir viviendo con pasión y seguir tratando de llenar su copa que hace años rebalsa. Es un eximio dibujante y un buen escritor, aunque el Inge diga que no. Es otro actor, a propósito. Segundo convocado. Durante algún tiempo fue conocido como Jalaquiel, el ángel de la venganza blanca. Ahora no.
Sergito. Ha dominado el arte de seguir siendo un niño. Con un metro y ochenta centímetros repartidos en más de ciento diez kilogramos, un cigarrillo en la boca y un vaso de cualquier alcohol potable en la mano, sigue siendo un niño y lo seguirá siendo hasta su más carcomida vejez. Honesto, avispado y de mente clara, como son los niños. Terco también, aunque sin berrinches, en vía pública. El momento de su convocatoria es aún dudosa.
Debo mencionar seguramente al número que extraña el Inge, es el 154 es así de sencillo. Un número especial, los polvos de un verano en Menorca, la cantidad de cigarrillos que el Inge se fumaba en medio mes o el coeficiente intelectual de un genio o de dos idiotas.
El Inge había liberado hace tiempo a su YO y los escritos fluían a ritmos casi inverosímiles, aunque la calidad se limitaba a ser estrictamente aceptable. Su YO un día se sentó en el pequeño escritorio que daba a la calle bulliciosa del mercado en la Zona de San Pedro, cerró las cortinas para estar más a gusto, encendió un cigarrillo mientras el Zar se acomodaba silenciosamente a su lado y comenzó a escribir. Todos intercalaban un tercer asiento en las proximidades durante los tres días y noches que su YO no paró de escribir al lado del Zar. A las veintiún horas del ultimo día su YO habló, «Vamos a comprar cigarro». El guion de la película “Nuestra Penuria” había terminado de ser escrito.
Tardaron mucho tiempo, ahora en plural, en establecer las condiciones ideales para iniciar rodaje, buscaron dinero propio y de familiares y amigos, pues como siempre La Paz y sus benévolas puertas cerradas les reafirmaron la historia. Convocaron al mejor equipo técnico que un rodaje pueda desear, gente con razón y corazón. Fue un tiempo muy interesante en el que aparecieron nuevas personas, una les acomodó el concepto de trabajo real y bien impreso en la retina: La Comadre Primigenia; otra les trajo un glamour inusitado: el Comadrón; algunas se acercaron como gatos huidizos y otras con la decisión irrevocable de no moverse de su lado jamás sólo por la flojera de trasladar su peso de morsa o paloma hartada. Entre todas las queridas, están hasta hoy La Comadre y el Compadre, en realidad merece ser plural también, aunque es mejor individualizar por las individualidades pero es mejor generalizar sino tendría que escribir muchas veces la misma palabra. Pero todos ellos son poseedores a perpetuidad de su propia historia y sus propias páginas. Tal vez deba mencionar también al favorito del Inge: Kubrik con una de sus obras maestras.
Cómo no mencionar al que acudió. Al Tano, eximio actor con más de cinco años de experiencia en las tablas, cintas y alcobas del país. Un ser puramente instintivo, agradable al trato y a la vista. De esas pocas personas a quienes si les pides sangre, dan toda la que tienen y con su último aliento esperan que no necesites más. A propósito, es hermano del Inge. Quién sabe si habiendo llegado hasta aquí deba describir a todos los involucrados en la muerte, pero con todo lo que he escuchado en interminables diatribas quiméricas, sé que tengo suficiente conocimiento y duda como para explayarme en más de doscientas hojas. Algo diré, de acuerdo a lo que se me dijo. El máximo talento sonoro puede coexistir con la máxima ideología política errónea, hay músicos disfrazados de productores, Actores (el gran primero) y actrices (la gran primera también) verdaderos hombres y mujeres que supieron regalar al Inge y a todos, sus más entrañables imaginarios; también hay equipos técnicos de técnicos jefaturales que entre todos poseen a perpetuidad un pedazo en el rincón más torcido del alma del Inge y del YO, también hay a quienes ninguno de los dos jamás olvidarán así como los los hay de quienes no quieren acordarse y de algunos cupones o tiquetes para cambiar engaños por desengaños.
Se terminó el dinero, se terminó la película, se terminó la exhibición y se terminó de terminar el dinero, franco corolario a las reuniones en las que el Inge aportaba proyecciones económicas de proporciones catastróficas que terminaron por convertirse en verdades punzantes mientras era abucheado y descalificado por todos los que eran y todos los que estaban que prometieron anchos mares pero nunca encontraron cómo quitar las amarras de su endeble bote.
Cuando el panorama del déficit era diáfano como el aire posterior al escampe de una tormenta, el Inge viajó a Santa Cruz y pasó una noche en casa de la madre de Luicciato, quien en cuanto lo vio se imbuyó de ternura maternal al reconocer en él, el mismo mal que padecía su hijo y que tanto dolor ya le había causado. Al regreso de Santa Cruz, el Inge pasó unos días en Cochabamba y volvió a ver a su padre, a quien hacía sólo una semana que no veía desde la fecha de la pantalla grande y pomposa que vaticinaba entre aplausos un futuro paralelo, pero cuando se despedían, su padre le obsequio quinientos bolivianos y se quedó quieto en el andén observando a la flota retroceder. El Inge, por primera vez, observó a su viejo: viejo. Funcionario público jubilado, afligido en demasía por la inversión estéril de su hijo Ingeniero que tiene al Carbono-14 por Dios y a los Números por Credo y ha cometido la blasfemia de no haber previsto numéricamente ni mierda antes de meter su poca plata en tan rutilante empréstito. Tal vez la muerte de su YO.
Ahí es cuando su OTRO YO asumió el turno. Un ser entristecido por haber declarado la muerte de YO. Aborrece al Inge, más ahora que está estudiando resistencia y cálculo de estructuras para terminar la supervisión del peor puente que tendrá la geografía y vialidad de Los Yungas. Cuando todo había terminado de convertirse en un muy mal resultado, los fundadores y los convocados sabían recomponerse, recogerse, desempolvarse y continuar el camino, pero el OTRO YO estaba lejos, atrás, pétreo en su inamovilidad pues desde La Comadre Primigenia hasta el último de los hombres, dudaban. Tal vez creían que Luicciato, Huggy y Sergito estaban en Tijuana apostando a los gallos y Zar estaba en algún monte asiático, mientras el Inge sentado en una terraza que da al mar en Punta Arenas se regocijaba junto a las eventuales cosechas económicas del triunfo y escribía sobre las cosas en las que en ese “ahora” hubiera tenido certidumbre. El OTRO YO nunca culpó a nadie ni buscó mayor explicación sobre las especulaciones y simplemente quiso entenderse, pero mientras más buscaba alguna razón epitelial, más sentía un “basta” hepático. Se largó a buscar la sinceridad de la seguridad que existe detrás de un escritorio. Curiosamente, el Gerente le dio este trabajo, cercano a capataz, porque vio su película y le gustó mucho.
Pasan los días en laburo y algunas noches con sus viejas compañeras, que volvieron como siempre, intimas, totales y absolutas.
Yo soy ayudante de volqueta del Servicio de Caminos y por las noches le ayudo al Inge o al YO, o al OTRO YO, la verdad no sé. Existe la suposición general de que uno escribe sobre lo que sabe o sobre lo que puede imaginarse, sobre lo que conoce o sobre lo que tiene certeza. Pero humildemente creo que no es así. Creo que se escribe sobre lo que no se conoce, sobre lo que se intuye, sobre lo que no se domina, sobre lo que se desea, con el único propósito de exorcizarse de ello, por eso me inclino a pensar que se trata del OTRO YO.
Por las noches soy luminotécnico de la actividad del OTRO YO, sostengo la linterna mientras él transcribe por completo el guión de su película en las calzadas y barandas del puente y cuando la tripa se lo exige escribe algo extra, pequeño, carente de sentido individual pero yo sé que se trata de una purificación, pero también de una liberación temporal, porque los fantasmas conviven, los duendes de aire están revueltos y todo aquel que ha nacido con la capacidad de escucharlos, tarde o temprano sucumbe y les obedece, o les obedece y sucumbe.
FIN.
Por: Rawi.